12 de julio de 2010

Votar a ciegas

Erick R. Torrico Villanueva

En contrapartida de lo que podría considerarse como avances para la democracia incorporados en la recién promulgada Ley del Régimen Electoral, esa misma norma introdujo algunas disposiciones que pueden conducir a transformar el “voto secreto” en un “voto a ciegas” en el caso de la elección de las autoridades del Órgano Judicial y el Tribunal Constitucional Plurinacional.

Sucede que dicha ley, en concordancia además con una previsión constitucional, prohibe la realización de toda acción propagandística por parte de los postulantes a los cargos en los ámbitos mencionados, regla que es coherente con la naturaleza de los puestos en disputa, que no son materia para que haya una confrontación entre ofertas electorales. Sin embargo, el problema radica en el hecho de que a la par de esa aceptable limitación fueron establecidas otras por las cuales los electores —los ciudadanos— no podrán recibir ninguna otra información sobre los elegibles que no sea aquella entregada de manera oficial por el Tribunal Supremo Electoral.

En particular, el Artículo 82 de la citada norma se refiere a un “régimen especial de propaganda” y lamentablemente, de manera errónea, incluye a la información y a la opinión como parte del mismo. Aunque en otra parte la Ley del Régimen Electoral entiende por propaganda todo mensaje que se difunda para solicitar el voto, en ese artículo prohibe a los postulantes toda manifestación pública y, por si fuera poco, también prohibe a los medios periodísticos emitir cualquier juicio o noticia sobre esas personas. La única versión que podrá circular respecto de los “méritos” de los candidatos preseleccionados por la Asamblea Legislativa Plurinacional será la preparada oficialmente.

Es claro que aparte de una falta de discriminación conceptual (propaganda no es igual a información ni a opinión) se tiene en este caso un quebrantamiento del Derecho a la Información y la Comunicación y de las libertades de expresión, de prensa e información que están garantizados por la Constitución Política del Estado y que la propia ley en cuestión asume en varios de sus artículos.

Si el votante va a estar imposibilitado de contrastar la información oficial que distribuya el Tribunal Supremo Electoral y no ha de poder conocer la palabra de ninguno de los elegibles se verá forzado a acudir a las urnas —recuérdese que el voto es obligatorio— confiando ciegamente en los datos propalados desde una fuente central que tendrá el poder absoluto sobre los perfiles (estudios y trayectoria profesional, básicamente) de los postulantes.

Una elección tan significativa como la que está anunciada para diciembre próximo, en que por primera vez en la historia del país las autoridades del campo judicial serán seleccionadas mediante el voto universal, puede ver afectados no sólo su sentido y novedad sino —y ahí está lo más grave— su legitimidad por unas restricciones que en los hechos coartan derechos y libertades constitucionalmente garantizados. Pero no será apenas la validez del acto eleccionario la que estará en juego sino también la de su consecuencia, esto es, la de la conformación del Órgano Judicial y del Tribunal Constitucional Plurinacional.

Sería razonable que frente a estos riesgos que crean márgenes de duda sobre la institucionalidad que está en proceso de recomposición se abran espacios y canales de diálogo para promover una reconducción que beneficie al orden democrático. Lo contrario supondría sentar un muy preocupante precedente.

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